4.1. Biografía de Alfred Kinsey

Alfred Charles Kinsey nació el 23 de junio de 1894 en la humilde Hoboken, Nueva Jersey, hijo de Alfred Seguine Kinsey y Sarah Ann Charles Kinsey. Su padre, una convencida encarnación de la ética protestante del trabajo, había conseguido ascender de mecánico a profesor universitario en el Instituto de Tecnología Stevens de Hoboken.
Los Kinsey eran unos rigurosos protestantes evangélicos. Cada semana sin excepción, Alfred padre iba con su esposa y sus tres hijos a la escuela dominical, al servicio matutino y al grupo de oración de la tarde. En la vida religiosa de la familia se hablaba más de los fuegos del Infierno y de la justicia de Dios que de los gozos del Cielo y del amor del Señor, lo cual componía una imagen de Dios que era el reflejo de la severidad imponente del cabeza de familia. El joven Alfred Kinsey era, por tanto, más que consciente de los preceptos morales que el cristianismo conllevaba, y debido a su mala salud – que incluyó episodios graves de raquitismo, fiebres reumáticas y fiebres tifoideas – tuvo más tiempo de la habitual para meditar sobre los rigores de la justicia divina que se ciernen sobre los que se desvían por sendas de perdición.
En general, la infancia de Kinsey fue muy infeliz, continuamente asfixiada por la sombra de un padre que era rápido para condenar y poco habituado a alabar o expresar cariño. Desde su más temprana juventud, Alfred sintió sobre sus hombros el peso incesante de la rectitud moral, pero sin gozar de los beneficios del amor, la gracia, la misericordia y el perdón por parte ni de su protestantismo ni de su padre. Pero por mucho que desease destacar en el seguimiento de los severos códigos morales de sus padres, Kinsey guardaba un oscuro secreto. Estaba obsesionado con la masturbación y con sus propios deseos homosexuales y masoquistas. A escondidas, el joven Kinsey se masturbaba con métodos masoquistas, de entre los cuales su favorito incluía hacerlo con un “objeto introducido en el interior del pene”. De este modo, desde que no era más que un muchacho su sexualidad fue una burda distorsión, tanto de su naturaleza de varón como de su misma naturaleza como persona.
Como veremos, esta diferencia entre el Kinsey público y el Kinsey privado marcaría su vida por completo, convirtiéndole en un experto en mantener una duplicidad cuidadosamente fabricada. Cuando Kinsey construyese posteriormente su reputación como el más importante “sexólogo” del siglo XX, siempre se cuidaría de mantener tanto su vida privada como sus revolucionarios planes, escondidos tras una cuidadosamente elaboraba fachada de austero científico. En contraste con su juventud, cuando llegó a la edad adulta decidió que debía forzar a la sociedad a aceptar como naturales la homosexualidad, el masoquismo y una panoplia de otros comportamientos sexuales desviados, y su reputación fue un medio para poder llevar a efecto esa revolución. A través de ella, Kinsey esperaba poder deshacerse del disfraz que las circunstancias la habían obligado a vestir durante tanto tiempo para ocultar sus propios comportamientos desviados y sacarlos a la luz pública de modo que fueran contemplados y aceptados por todos.
Pero cuando era joven su doble vida no le provocaba más que dolor y angustia. Todavía no se había decidido a cambiar la sociedad para conformarla según su propia sexualidad distorsionada. Por entonces conservaba la suficiente inocencia como para entender que con sus actos violaba reglas morales reales. De este modo, Kinsey se sentí dividido, luchando por observar una estricta moralidad sexual tan fervientemente como la vulneraba una y otra vez. De hecho, hasta el momento de ir a la universidad todos los que le conocían le consideraban el más devoto y estricto cristiano, y uno de los mejores y más prometedores estudiantes de su instituto (como lo demuestra el que lo eligiesen para pronunciar el discurso de despedida de su promoción, en 1912). Sus compañeros de estudios incluso profetizaban que se convertiría en el “segundo Darwin”, dado que Kinsey ya había manifestado una gran pasión por la biología. Además de su éxito académico, era un dotado pianista clásico (que despreciaba el jazz y el ragtime por considerarlos moralmente degradantes), un ávido entendido en pájaros, que pronunciaba conferencias sobre la materia incluso estando en secundaria, y un igualmente ávido aficionado al campo que llegó al rango de Águila en los Boy Scouts. Kinsey era un verdadero apasionado por la excelencia en todo aquello que abordaba, y según todas las apariencias era un joven perfectamente sensato y moralmente intachable, destinado a dejar huella. Y, efectivamente, lo haría.
Bajo las indicaciones directas de su padre, se matriculó en la Universidad en que aquél daba clases, el Instituto Stevens, donde pasó dos años desgraciados y sintiéndose fuera de lugar hasta que, finalmente, se rebeló contra su padre y abandonó los estudios. El joven Alfred ansiaba estudiar Biología, y estaba dispuesto a hacerlo incluso si eso conllevaba enfrentarse a la autoridad de su padre y renunciar a su apoyo económico. Alfred padre proporcionó a su hijo un traje nuevo y nada más, de modo que Alfred hijo se vio obligado a costearse la universidad él mismo. Se matriculó en Biología en el Bowdoin Collage, rompiendo para siempre con la autoridad de su padre y, muy pronto, con la severa moralidad y el rígido cristianismo de su progenitor.
En bowdoin, Kinsey no sólo destacó en Biología, también en los equipos de debate. Asistía regularmente a la iglesia, eligiendo para ello la Primera Iglesia congregacional, una denominación protestante menos estricta que el metodismo de su infancia, y fue muy activo en la YMCA. Sin embargo, dentro de su aparente normalidad, comenzó a sentir deseos homosexuales cada vez más intensos; intentaba esconderlos, pero, como siempre, salían a la luz a través de mórbidos actos de masturbación.
A medida que sus deseos homosexuales se hacían más intensos, su temprano fervor religioso se iba apagando. Kinsey estaba empezando a ver la ciencia como un sustitutivo de la religión. Comparando una y otra, la ciencia parecía ser indiferente ante sus distorsionados deseos y actos sexuales. Pero lo que resultaba incluso mejor que esa indiferencia era que, a sus ojos, la ciencia empezaba a aparecer como un medio para rechazar el código religioso y moral que discurría de modo tan contrario a su ser oculto y para apoyar su liberación sexual.
Se garduó en 1916, con el suficiente éxito como para ser admitido en Harvard, a donde se encaminaría para obtener el doctorado en Ciencias. Su especialidad era la taxonomía, y se convirtió en una autoridad mundial en los insectos himenópteros. Pero el verdadero efecto que Harvard tuvo sobre Kinsey fue la erosión prácticamente completa de todo resto de religiosidad, y por tanto del fundamento de la moralidad que estaba en conflicto con su homosexualidad.
William Wheeler, director del Instituto Bussey de Harvard, donde Kinsey estudió, ejerció una gran influencia sobre él en esos años. No sólo era un intelectual de enorme altura y de formación clásica, además era un ateo sólido y sin fisuras, que afirmaba sin ambages que el estudio de la naturaleza ponía de manifiesto un mundo sin Dios completamente ajeno al puritanismo protestante que aún languidecía en Kinsey a su llegada a la universidad. De forma lenta pero segura, Harvard diluyó los vestigios de la educación cristiana de Kinsey, situando a William Wheeler, una autoridad que no condenaba, en el lugar de su padre.
El Instituto Bussey era un centro de referencia en evolución, la Nueva Biología como se le solía llamar, y por lo tanto un firme defensor institucional de la eugenesia. La eugenesia de Wheeler tocó la fibra sensible de Kinsey. Al igual que había sucedido con la pujante clase media en la Inglaterra de Darwin, Kinsey había ascendido con sus propias fuerzas en la escala del éxito sin la ayuda de su padre, y la idea de que la naturaleza recompensa a los que luchan y el éxito es el resultado de las capacidades superiores le resultaba enormemente atrayente. Kinsey, al igual que Margaret Sanger y tantos otros defensores de la eugenesia, pretendía que los aptos se reprodujesen más y que los no aptos fuesen aislados o esterilizados. Siguiendo a Wheeler, Kinsey llegó a entender que la sociedad debía desembarazarse de sus constreñimientos religiosos y precientíficos y reconstruirse sobre la base de los principios eugenésicos del darwinismo. Resulta interesante, a este respecto, considerar que Kinsey sintió gran estima durante toda su vida por un imaginativo relato satírico escrito por Wheeler y titulado “La termidotoxa, o biología y sociedad”. En él unos biólogos darvinistas – ingenieros sociales – se hacen con el poder en un reino imaginario de termitas, eliminan a los sacerdotes-termitas (deshaciéndose así de los obstáculos religioso-morales) y establecen programas obligatorios de eugenesia y control de natalidad. Este ensayo alimentaría el deseo de Kinsey por convertirse en un ingeniero social, dedicado a promover una revolución sexual, más que eugenésica.
Tras graduarse por Harvard, aterrizó en la Universidad de Indiana, donde comenzó a trabajar en el otoño de 1920. Dado que muchos estudiantes de doctorado no contraían matrimonio hasta después de superar los rigores de esa absorbente etapa de su carrera, la soltería de Kinsey no levantó sospechas en ese momento. Sin embargo, no podía permanecer soltero mucho tiempo sin entrar en conflicto con lo que socialmente se esperaba de un joven profesor universitario.
Kinsey se casó pronto, y posiblemente su prisa nos permite aventurar algo de su ser oculto. La elegida fue Clara Braceen McMillen, una brillante estudiante de Química de Indiana, de apariencia bastante desaliñada, incluso masculina, hija única de Josephine y William McMillen. A diferencia de los Kinsey, los McMillen eran unos protestantes bastantes laxos. Dos meses después de su primera cita, Kinsey le propuso matrimonio y se comprometieron el día de San Valentín de 1921. El 3 de junio de ese mismo año se celebró la boda, a la que no asistió ningún miembro de la familia Kinsey. La pareja no pudo consumar el matrimonio durante muchos meses, en parte debido a un defecto físico de Clara hasta entonces desconocido, pero también a una combinación de los desórdenes sexuales de Kinsey con la inexperiencia sexual de Clara.
Mientras, otro cambio estaba operándose en él. Como hemos visto, siempre había sentido un enorme impulso hacia el éxito, pero hasta el momento se había mostrado una personalidad afable incluso a pesar de ser más bien tímido. Pronto se volvería vehemente y dominante, y esta nueva personalidad no resultaría del agrado ni de sus colegas ni de sus alumnos. Aún así, alcanzaría un notable éxito académico: llegó a escribir tres libros de introducción a la Biología en una década, de los cuales el primero, An Introduction to Biology (Introducción a la Biología), acabaría vendiendo más de medio millón de ejemplares, y prosigió su trabajo con los insectos himenópteros, tema éste sobre el que publicó a lo largo de las siguientes dos décadas artículos y libros puramente académicos. Con estos logros, Kinsey consiguió la respetabilidad académica pero no la fama, sintiéndose frustrado al ver que las grandes universidades de la Ivy League no se lo llevaban a trabajar lejos de la humilde Indiana.
Por lo que hace a su vida familiar, finalmente pudo consumar el matrimonio, y su primer hijo, Donald, nació el 16 de julio de 1922. Para 1928 habían nacido tres hijos más: Anne, Joan y Bruce. Desgraciadamente, Donald moriría de diabetes a los tres años. Fue un golpe especialmente duro para Kinsey, pero Clara no llegaría a recuperarse del dolor de perder a su primogénito.
Kinsey ejercía firmemente la autoridad en su casa, pero a diferencia de su padre, era también un hombre afectuoso que dedicaba tiempo a sus hijos. De forma bien distinta a Alfred padre, para el momento en que Kinsey formó su hogar se había transformado rápidamente, de ser una persona débilmente religiosa a despreciar la religión, en cuanto que ésta condenaba sus prácticas sexuales y sus ambiciones, así como las implicaciones ateas del darwinismo. Abrazó así un apasionado ateísmo. Según un estrecho colaborador suyo, para los años cuarenta “no es que fuese sólo irreligioso: era antirreligioso”.
Como reacción frente a sus propios sentimientos de culpabilidad sexual en su juventud, que ahora veía como algo innecesario y pernicioso, Kinsey se aseguró de que sus hijos estuviesen convenientemente versados en los detalles del sexo y de que no se sintiesen culpables con respecto a la “autoexploración”. Para hacer que se sintiesen aún más “cómodos” con sus cuerpos, él y Clara les animaban a practicar el nudismo, tanto dentro de la casa como en el jardín trasero, convenientemente oculto a las miradas extrañas. En los períodos de vacaciones se bañaban desnudos todos juntos en arroyos de montaña, fuera de la vista de la gente. El matrimonio tenía un marcado interés por los campamentos nudistas, y Kinsey confería una singular importancia a pasearse completamente desnudo delante de sus estudiantes varones en el transcurso de las salidas de campo, presentándose con frecuencia en las duchas en el tiempo destinado al aseo para asegurarse de que se cumplía ese criterio. Con igual frecuencia se duchaba con sus alumnos. Además, no sólo comenzó a habituarse a hablar abiertamente y con todo lujo de detalles a sus estudiantes sobre su propia sexualidad conyugal, sino que comenzó a aventurarse en las vidas íntimas de sus alumnos y a predicarles las glorias de la masturbación. Mantenía una constante y nutrida correspondencia con sus antiguos alumnos, especialmente con los varones, llena de referencias y poemas eróticos. Cuando su esposa se enteró de su homosexualidad, ese descubrimiento, en lugar de volverla en su contra, la hizo dedicarse con todas sus fuerzas a la revolución sexual de su marido, llegando incluso a mantener relaciones sexuales con hombre a los que el mismo Kinsey estaba intentando seducir.
Por decirlo de forma sencilla, las obsesiones sexuales de Kinsey empezaron a agudizarse en los años treinta y se convertirían en una revolución en toda regla en la siguiente década. Un cambio en el rectorado de la Universidad de Indiana propició que la revolución se desencadenase. Herman Wells sucedió a William Bryan en 1938, con la firme intención de convertir la institución en una universidad de vanguardia. Eso significaba estar abierto a nuevas ideas. Al percibir esta nueva apertura, los estudiantes presionaron para que se adoptase un nuevo enfoque en la educación sexual, y Kinsey presionó aún más para ser él quien definiese ese nuevo enfoque, ofreciéndose a impartir un curso sobre matrimonio y familia. Le dieron la oportunidad de hacerlo, y el primer curso comenzó en el verano de 1938 (aunque debido a las quejas con respecto a los contenidos, dos años después se vio obligado a suspenderlo definitivamente).
Durante el curso, Kinsey se sumergía en la investigación sexual, dedicándose a sonsacar a sus alumnos sus “historiales” sexuales. Consideraba esa investigación como el medio para remodelar la sociedad de acuerdo con su propia agenda sexual. Desde entonces, su modus operando para llevar a cabo esa revolución se ha convertido en el habitual para los instrutores en educación sexual: exponer los comportamientos sexuales hasta en sus detalles más morbosos con apariencia de desapasionamiento científico y tratar toda expresión sexual como una simple variación inocua y natural; para seguidamente, atacar la moralidad tradicional como un enemigo irracional, antinatural y destructivo de la expresión natural de la sexualidad.
El Institute for Sex Research (Instituto para la investigación Sexual), fundado por Kinsey en la Universidad de Indiana en 1947, se convertiría en el epicentro de la revolución. Kinsey pudo hacer uso de su autoridad como profesor de Zoología para dotar económicamente y poner en marcha el instituto, el cual, por supuesto, era presentado a los potenciales benefactores y a los gestores universitarios como una iniciativa tan científicamente sólida como su trabajo sobre los más modestos insectros himenópteros. Pero tras la protección de los muros académicos se escondía un burbujeante caldero de perversidades sexuales, una sociedad en miniatura modelada conforme a la ahora irrestricta libido de Kinsey, un ejemplo de lo que pretendía extender a la sociedad entera. Como nos revela su biógrafo James Jones, los altos cargos del instituto y sus cónyuges formaban un “círculo interno”, con los que Kinsey podía “crear su propia utopía sexual, una subcultura científica cuyos miembros no estarían atados por arbitrarios y anticuados tabúes sexuales”. “Kinsey decretó que dentro del círculo interno los hombres podían mantener relaciones sexuales entre ellos, que las esposas podían ser intercambiadas libremente, y que éstas serían igualmente libres de elegir cualquier compañero sexual que se les antojase”.
De este modo, en lugar de dedicarse a la investigación propiamente dicha, Kinsey y sus estimados colaboradores se limitaron simplemente a actuar siguiendo todos y cada uno de los impulsos sexuales que se pasaban por su imaginación: todo ello a costa de los que les financiaban y bajo la protección académica de la Universidad de Indiana. Cuanto más alimentaba Kinsey sus perversiones sexuales, menos límites conocía para ellas. Una vez que empezó a aburrirse de los miembros de su círculo interno, insistió en incorporar “sujetos” externos, supuestamente para continuar la incansable dedicación del instituto a la investigación, pero en realidad para alimentar sus propios e insaciables deseos masoquistas y homosexuales. Uno de los sujetos que se prestaron voluntariamente a ello, y cuyo nombre no ha sido revelado, relataba que él mismo no solo mantenía relaciones sexuales regularmente con Kinsey, “también mantenía relaciones sexuales con todo el mundo (en el instituto)”. Como relata Jones, esta persona “recordaba con gusto haber copulado con Clara (la esposa de Kinsey) y con Martha (la esposa de Ward Pomeroy, un miembro del equipo de Kinsey), y tenía recuerdos igualmente placenteros de sus contactos con sus respectivos esposos”.
Algunas de estas bacanales disfrazadas de investigación científica eran grabadas, poniendo, por supuesto, el mayor cuidado en que en las grabaciones no pudiera identificarse a los participantes. Kinsey no sólo exigió a su esposa que fuera filmada manteniendo relaciones sexuales, incluso dirigió y protagonizó muchos de estos documentales de “investigación”. Por supuesto, su interés primordial era la filmación de actos homosexuales, especialmente actos de sadomasoquismo, y él mismo no se mostraba en absoluto reticente a aparecer ante las cámaras, como recuerda William Dellenback, fotógrafo miembro del instituto. Según Dellenback, “a menudo filmaba a Kinsey, siempre de pecho para abajo, masturbándose de modo masoquista”. En esto pone de manifiesto la distorsionada sexualidad de la juventud de Kinsey, antaño escondida cuidadosamente, ahora desplegada a la luz de los focos. La siguiente descripción de Jones es, como mínimo, vomitiva, unchispazo del infierno de desviación sexual al que Kinsey se arrojó con tanto fervor. Y sin embargo, en vista de la relevancia que tiene Kinsey en nuestra cultura, basada en buena parte en la creencia de que sus estudios sobre el sexo eran el resultado de una investigación desapasionada, debemos observar al verdadero Kinsey, pero teniendo en mente que estos mismos documentales aún siguen guardados bajo llave en los archivos del instituto.

“En cuanto la cámara empezó a rodar, el mayor experto mundial en el comportamiento sexual humano, el científico que valoraba la racionalidad por encima de cualquier otra propiedad intelectual, se introdujo un objeto en la uretra (dos ejemplos que se ponen son un cepillo de dientes, primero por el extremo de las cerdas, y una cucharilla para remover cócteles), se amarraba el escroto con una cuerda y seguidamente tiraba con fuerza de la cuerda a la vez que se introducía el objeto cada vez más profundamente”. James H. Jones

Estos documentales se guardaban en la colección reservada del instituto, y siguen aún guardados bajo llave. Hasta hoy, podríamos añadir, nunca se ha investigado a fondo el instituto, y sólo cabe imaginar qué otras cosas consideraría Kinsey dignas de ser filmadas, especialmente teniendo en cuenta, como veremos seguidamente, que consideraba la pedofilia y la bestialidad como manifestaciones normales de la sexualidad.
Para llevar a cabo su revolución sexual, Kinsey era consciente de que él y sus colegas no se contentarían con vivir todas y cada una de sus distorsionadas fantasías sexuales en privado, sino que tendría que publicar libros que abriesen camino y sirviesen de biblias para otros revolucionarios sexuales de similar corte. Lo hizo con su Sexual Behavior in the Human Male (Comportamiento sexual del hombre, 1948) y su Sexual Behavoir in the Human Female (Comportamiento sexual de la mujer, 1953). Fiel a su estrategia, Kinsey describía cualquier comportamiento sexual como si él fuese un simple observador científico neutral, sin distinguir nunca entre lo normal y lo anormal, lo natural y lo antinatural, lo bueno y lo malo. Seguidamente declaraba que, dado que todo tipo de actos sexuales hasta entonces considerados como tabúes en realidad se producen con mucha frecuencia de lo que los lectores eran conscientes, esos actos no podían ser considerados anormales, porque cualquier cosa que ocurre con frecuencia debe ser algo normal. Lo que es normal debe también ser natural, y lo que es natural no puede ser malo. Por lo tanto, todas las actividades sexuales, independientemente de lo que puedan haber pensado las generaciones precedentes, deben ser buenas. La ciencia, por tanto, puede liberarnos de los prejuicios irracionales de las generaciones precedentes, puesto que “no existe razón científica para considerar determinados tipos de actividades sexual, en sus orígenes biológicos, como intrínsecamente normales o anormales”.
Y así, ocultando su estrategia tras imponentes gráficas y utilizando el elevado tono científico de la estadística, Kinsey afirmaba:

“Muchos tipos de comportamientos sexuales humanos que son etiquetados en los libros de texto como anormales o como perversiones, resultan darse, después de realizado un examen estadístico, en hasta un 30 o 60 o 75 por ciento de determinadas poblaciones (…) Es difícil sostener que tales tipos de comportamientos son anormales sobre la base de que son infrecuentes”. Alfred Kinsey. Sexual Behavior in the Human Male, 1948.

El siguiente paso para llevar a efecto su revolución era demostrar, no sólo que las anormalidades sexuales debían ya considerarse normales sino que muchos pilares de la sociedad que se dedicaron a todo tipo de actividad sexual habían sido injustamente clasificados como pervertidos. Y así, rugía Kinsey,

“Muchas de las personas social e intelectualmente más significativas en nuestros historiales (sexuales), científicos de talla, educadores, médicos, clérigos, hombres de negocios, y personas con altos cargos en el Gobierno, tienen episodios sexualmente tabú en su historiales sexuales, que cubren prácticamente todo el espectro de lo que vienen llamando anormalidades sexuales”. Alfred Kinsey. Sexual Behavior in the Human Male, 1948.

A pesar del hecho de que la sociedad los castigó con la etiqueta de la anormalidad, obligándoles a ocultar a la vista del público esos “episodios socialmente tabú”, prácticamente todos estos individuos, informaba Kinsey, eran “muy equilibrados”. De hecho, bastaría con que la sociedad acabase con su injusta restricción de la sexualidad al matrimonio monógamo y heterosexual. “la mayoría de las complicaciones observables en los historiales sexuales son el resultado de las reacciones de la sociedad frente al conocimiento del comportamiento de un preciso individuo, o del temor de ese individuo respecto a cómo reaccionaría la sociedad si fuese descubierto”.
La ciencia podría poner fin a tales “complicaciones” eliminando los prejuicios sociales, puesto que no juzga los modos a través de los cuales se expresa la sexualidad: se limita a tabularlos. Así, en The Male Report, Kinsey examinaba seis modos diferentes a través de los cuales el varón alcanza el “clímax sexual”: masturbación, sueños, tocamientos heterosexuales, relaciones heterosexuales plenas, relaciones homosexuales plenas y “contactos con animales de otras especies”.
A la vista del historial del propio Kinsey, no puede sorprendernos descubrir que los capítulos dedicados a la masturbación y la homosexualidad sean muy extensos, y que en ellos Kinsey y su equipo lleguen a la conclusión de que tales prácticas eran muy frecuentes y por lo tanto totalmente naturales. Como no puede sorprendernos descubrir que Kinsey manipuló su investigación para ajustarla a su objetivo previamente fijado.
En lo que hace a la homosexualidad, todos hemos oído repetidamente la afirmación según la cual, según los datos de Kinsey, al menos el 10 por ciento de la población masculina es homosexual. Pero pocos están al corriente de los interesantes métodos que utilizó para llegar a esa cifra. Para empezar, a fin de asegurarse de que los datos sobre la homosexualidad resultasen más elevados (y hacerla aparecer como algo normal), Kinsey seleccionó deliberadamente para sus entrevistas a poblaciones con altas tasas de homosexualidad, concentrándose especialmente (un 25 por ciento) en candidatos que tenían antecedentes de cárcel o agresiones sexuales, e incluso recurriendo (como el mismo Kinsey reconoció) a “varios cientos de varones dedicados a la prostitución”.
Kinsey se esforzó incluso más en asegurarse de que las entrevistas realizadas dentro de las poblaciones seleccionadas no fuesen aleatorias. Como más tarde admitiría su colaborador Paul Gebhard, al recopilar datos en las prisiones Kinsey y su equipo procuraban conscientemente identificar a personas con antecedentes de agresiones sexuales, sobre todo las de “los tipos más infrecuentes”, a fin de exagerar la magnitud estadística de los comportamientos desviados, evitando así que se realizase un muestreo verdaderamente aleatorio de las poblaciones en prisión. Además, Kinsey “nunca… (llevó) un registro de porcentajes de rechazo, la proporción de los que rehusaban ser entrevistados”, pero sin embargo recogía ávidamente los historiales de todos los que se presentaban voluntarios.
En lo que hace a este último punto, dado el objetivo que se había fijado de antemano, Kinsey se negó a tomar en consideración lo que los especialistas en Ciencias Sociales llaman “prejuicio del voluntario”. Como estos especialistas han puesto de manifiesto, son precisamente los que representan en menor medida las ideas, opiniones y actividades de la sociedad en su conjunto los que se muestran más dispuestos a presentarse voluntarios para ser entrevistados. Así, en lo que hace a la sexualidad, el prejuicio del voluntario tendría como resultado atraer a un número desproporcionado de personas que hayan incurrido en desviaciones sexuales. Kinsey era perfectamente consciente de este problema. Abraham Maslow, el pionero de las investigaciones sobre los efectos del prejuicio del voluntario, se lo había comentado. Pero, como cabría sospechar, él no estaba dispuesto a prescindir de ningún método que le permitiese inflar las cifras de las anormalidades sexuales, de modo que ignoró de forma totalmente consciente las advertencias de Maslow, publicó los resultados como si fuesen representativos de la población en su conjunto y no hizo referencia alguna a la naturaleza altamente cuestionable de su métodos. Para él, la ciencia debía estar al servicio de la revolución sexual, incluso si eso exigía actuar de forma no científica.
Por si eso no fuera suficiente, Judith Reisman pone de manifiesto cómo Kinsey mezcló de forma indiscriminada datos procedentes de “dos tipos totalmente distintos de experiencias homosexuales (…) Combinó las experiencias homosexuales ocasionales de heterosexuales adolescentes (el tipo más común de experiencia homosexual registrado por Kinsey) con las experiencias adultas de verdaderos homosexuales. Esto generaba la ilusión de que un porcentaje significativo de varones era genuinamente homosexual.
Por muy llamativa y criticable que fuese la distorsión que hizo Kinsey de los datos sobre la homosexualidad, sus tratamientos de la pedofilia y la bestialidad son aún más llamativos. En lo que hace a la pedofilia, Kinsey fue bastante explícito en su defensa de la normalización del sexo de adultos con niños. Por muy difícil que resulte imaginarlo, pocos se han preguntado, al analizar la extraordinaria cantidad de datos que el instituto recopiló con respecto a la pedofilia, de dónde procedía exactamente esta información. Según parece, la fuente principal, y quizá la única, de los datos que manejaba Kinsey procedía de una sola persona. Según el investigador del equipo de Kinsey Wardell Pomeroy, el señor X (así llamado para preservar su anonimato) tenía “sesenta y tres años, y era una persona callada, de voz queda, que pasaba inadvertido”. En paralelo perfecto con Kinsey, tras esta apariencia benigna se escondía un hombre de una perversidad inmensa, que “había mantenido relaciones sexuales con su abuela cuando aún era un niño, así como con su padre. En los años que siguieron, de muchacho tuvo relaciones sexuales con diecisiete de las treinta y tres parientes con los que tuvo contacto”. Posteriormente “había tenido relaciones homosexuales con seiscientos varones púberes, relaciones heterosexuales con doscientas muchachas, relaciones sexuales plenas con incontables adultos de ambos sexos y con animales de diversas especies, y además había empleado elaboradas técnicas de masturbación”. Lo que era más importante para Kinsey, que acumulaba datos para construir su fachada de científico, “había tomado extensas notas sobre todas sus actividades sexuales, relatando no sólo su comportamiento y reacciones, también los de sus compañeros y víctimas sexuales”.
Para Kinsey, el señor X no era una aberración sexual de la naturaleza, sino (en contraste con lo que piensa el resto del mundo) un hombre en estado puramente natural, como los que existían si la sociedad no hubiese impuesto restricciones artificiales a la sexualidad. Como subraya Jones, “Kinsey había creído desde hacía mucho tiempo que los seres humanos en estado de naturaleza eran básicamente pansexuales”, y que, si pudiésemos observarlos en su estado natural, descubriríamos que “se iniciarían en la actividad sexual muy tempranamente, gozarían de relaciones sexuales con personas de ambos sexos, despreciarían la fidelidad, explorarían diversos tipos de comportamientos y serían en general mucho más activos sexualmente a lo largo de su vida. Para Kinsey, el señor X era una prueba viviente de esta teoría”, un hombre que representaría a un Adán recién salido del Edén sexual que concebía en su mente.
Así, utilizó al señor X como fundamento científico para el quinto capítulo de su Male Report, cuyo objetivo era la normalización de la pedofilia. Al igual que con respecto a las otras formas de desviación sexual, Kinsey defendía que el problema de la pedofilia no era que fuese antinatural, sino que la sociedad la rechazaba. Como él mismo argumentaba de forma aún más abierta y vehemente en Sexual Behavior in the Human Female, el único problema que planteaba el sexo entre adultos y niños surgía de la reacción negativa de la sociedad, no de la experiencia en cuanto tal:

“Es difícil entender por qué un niño, excepto por sus condicionamientos culturales, debería sentirse turbado porque le toquen sus genitales, o por ver los genitales de otras personas, o por otros contactos sexuales incluso más concretos. Cuando padres y maestros les previenen constantemente con respecto a los contactos con adultos, sin proporcionarles explicación alguna sobre la precisa naturaleza de los contactos prohibidos, los niños se hacen propensos a ponerse histéricos tan pronto como se les aproxime cualquier persona mayor, o cuando alguien se detenga a hablarles en la calle, o les acaricie, o se ofrezca a hacer algo por ellos, incluso cuando el adulto no tenga en mente objetivo sexual alguno. Algunos de los especialistas más experimentados en los problemas de la infancia y la juventud han llegado a la conclusión de que las reacciones emocionales de los padres, de los agentes de policiía y de otros adultos que descubren que el niño ha sido objeto de un contacto tal pueden perturbar al niño más seriamente que los mismos contactos sexuales. La histeria que existe actualmente con respecto a las agresiones sexuales bien puede tener consecuencias graves sobre la capacidad de muchos de esos niños para llevar a cabo los necesarios ajustes sexuales, años después, en sus matrimonios”.

En ese punto deberíamos subrayar que la visión de Kinsey sobre el carácter natural de la pedofilia se ha convertido en el fundamento que aducen los revolucionarios sexuales que actualmente presionan para que el sexo entre adultos y niños sea considerado algo natural.
Aún quedaba un último tabú por eliminar: el sexo entre hombres y animales. De nuevo, Kinsey recurría a su estrategia de normalización, comenzando por una descripción tipo de la opinión común sobre el particular: “para muchas personas puede parecer casi axiomático que dos animales que se aparean deben ser de la misma especie”, pero tales opiniones difícilmente pueden considerarse científicas. La bestialidad simplemente “parece algo aberrante a los individuos que no están al corriente de la frecuencia con que se dan esas supuestas excepciones a la regla”, pero tales concepciones infantiloides son inapropiadas para el científico, que examina desapasionadamente todo el espectro de las experiencias sexuales. En contraste con la opinión más que comúnmente aceptada de que la bestialidad es una ofensa particularmente grave contra la naturaleza, la ciencia ha llegado a ser cada vez más consciente de “la existencia de apareamientos interespecíficos (entre miembros de distintas especies)”, no sólo entre plantas, también “entre pájaros y entre mamíferos superiores”, de modo que “cabe empezar a sospechar que las reglas relativas a los apareamientos intraespecíficos (es decir, entre miembros de la misma especie) no son tan universales como a las tradiciones les gustaría creer”. Lo verdaderamente sorprendente con respecto a la bestialidad es “el grado de rechazo con que consideran las relaciones sexuales entre un humano y un animal de otra especie la mayoría de las personas que no han tenido una experiencia de ese tipo”. Tal rechazo procede de la ignorancia o de la falta de experiencia, de lo cual se derivaría (suponemos) que las personas que practican la bestialidad son los únicos capaces de valorar correctamente tales prácticas.
¿De dónde procedían los tabúes contra el sexo entre humanos y animales? Al igual que con la prohibición contra la homosexualidad que le había perseguido durante su edad temprana, este prejuicio irracional provenía del judaísmo y el cristianismo. En contra de lo que afirman estas religiones represivas, precientíficas, la ciencia ha descubierto que la bestialidad es un fenómeno prácticamente universal, y por lo tanto algo absolutamente natural. Según Kinsey,

“Está comprobado que los contactos humanos con animales de otras especies han sido algo conocido desde los albores de la historia, son algo conocido hoy en día en todas las razas humanas y no son infrecuentes en nuestra propia cultura, como pondrán de manifiesto los datos del presente capítulo. Lejos de sorprendernos, los datos simplemente confirman nuestra actual convicción, según la cual las fuerzas que atraen a los individuos de la misma especie para mantener relaciones sexuales entre sí pueden servir en ocasiones para atraer a individuos de diferentes especies para mantener el mismo tipo de relaciones sexuales”.

De ese modo, defendía una lógica de normalización de una forma más de perversidad sexual: los animales lo hacen, y los seres humanos son animales; por lo tanto, la bestialidad es algo natural también para nosotros.
En conclusión, Kinsey aseguraba a sus lectores que, independientemente de lo que pudieran pensar con respecto qué fuese moralmente desviado, una aproximación verdaderamente científica a la sexualidad, más que dividir los actos sexuales en buenos y malos, se limita a distinguir entre distintos tipos de sexualidad. Las categorías de actividad sexual que distinguía Kinsey – masturbación, eyaculaciones nocturnas espontáneas, tocamientos, relaciones heterosexuales, contactos homosexuales y bestialidad – “aparentemente, pueden encajar en categorías tan distantes como buenas y malas, lícitas e ilícitas, normales y anormales, aceptables e inaceptables para nuestra sociedad. En realidad, todas ellas tienen su origen en los relativamente simples mecanismos que generan las respuestas eróticas cuando existen estímulos físicos o psíquicos suficientes”. Dado que esos “estímulos físicos o psíquicos suficientes” pueden provenir de una multitud de fuentes, ninguna puede ser clasificada moralmente como mejor que otra; sólo el individuo puede juzgar por sí mismo qué es lo que le proporciona los estímulos más satisfactorios para su “respuesta erótica”.
Ésos eran los argumentos del mayor científico sexual del siglo XX. Sin embargo, como hemos visto claramente, la perspectiva de Kinsey no era en absoluto objetiva, sino simplemente una proyección de sus desórdenes sexuales internos sobre un mundo que pretendía desesperadamente remodelar a su propia y distorsionada imagen.
En los años cincuenta la salud de Kinsey comenzó a deteriorarse, pero él siguió trabajando, incluso más intensamente. Se mostraba cada vez más preocupado porque el instituto perdiese sus fuentes de financiación y por que la sociedad echase por tierra su revolución. Falleció el 25 de agosto de 1956, por una combinación de problemas de salud: afecciones cardíacas, neumonía y una embolia. A pesar de su temores, el instituto sobrevivió, y aún hoy sigue cómodamente instalado en la Universidad de Indiana, bajo el nombre más conocido de Kinsey Institute.
En muchos aspectos, aunque murió infeliz y torturado por el pensamiento de que todos su esfuerzos no habían conseguido dar la vuelta al orden establecido, en realidad Kinsey había ganado la batalla. Tuvo éxito en su propósito de enmascarar la profunda perversidad del instituto y sus personales demonios sexuales, y su revolución no ha hecho sino ser completada desde su muerte. La prensa sólo tuvo elogios para él cuando murió, subrayando con tristeza el fallecimiento de un valiente y desapasionado pionero de la ciencia. El New York Times afirmó de él que fue “desde el principio, hasta el final, y siempre, un científico”, y el Indiana Catholic and Record, aun reconociendo su desacuerdo esencial con las conclusiones sexuales de Kinsey, expresaba su admiración por la “devoción de Kinsey por el conocimiento y el aprendizaje”, llegando incluso a afirmar: “No puede negarse que los esfuerzos incansables del doctor Kinsey, su investigación paciente e incesante, su desprecio hacia las críticas y el ridículo y su falta de afán de lucro, deberían ser credenciales suficientes para considerarle un académico de altura”. Tendrían que haberse dado cuenta de que alabarle como científico significaba alabar los “resultados” a los que llegó y, por lo tanto, hacerse cómplices de su revolución. Pero posiblemente la ingenuidad de la prensa no debería sorprendernos. Como hemos visto, Kinsey había perfeccionado el arte de utilizar la ciencia para enmascarar sus deseos desviados con el fin de remodelar la sociedad a su propia y sombría imagen, una imagen digna de honores sólo para una Cultura de la Muerte.

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